lunes, 16 de marzo de 2009

La Piedra

Una desbandada de niños abandonaba en cascada la escuela de ladrillo calizo. Una vez en el patio se disgregaban en grupos y allí se juntaban esos tres, formando su particular y reducido núcleo. Tres amigos que parecían tres hermanos. Sin ser iguales eran inseparables.

Era jueves y habían decidido que los jueves volcarían toda su energía en visitar la biblioteca. Esperaron a que el patio se vaciase. La biblioteca no era un lugar popular y su fama de raros ya era considerable.

Hicieron los planes sobre qué libros visitarían aquella tarde. Era su segunda excursión bibliotecaria consecutiva, la primera tuvo que ver con trabajos escolares, pero a lo largo de ella vivieron una experiencia inesperada y completamente diferente a lo que la televisión o el cine podía proporcionarles.

Con las ideas claras sobre los pasillos que visitarían, se dirigieron a la biblioteca. Al entrar la bibliotecaria los miró con incredulidad. Ninguno de los tres parecía el tipo de chico que repite visita a la biblioteca, aun así les ofreció su ayuda. Sin prestarle demasiada atención se dirigieron directamente a la sección de novelas.

Su velocidad por entre los pasillos no respetaba el silencio ni el sosiego del local. A medida que los libros se hacían más interesantes a sus gustos fueron distribuyéndose aleatoriamente por entre los estantes. Buscaban un libro para compartir entre los tres, con ilustraciones de intriga o de leyendas.

Hasta que en las manos de Andrea apareció un libro cuyo nombre la cautivó.

—Héctor - gritó Andrea en voz baja - creo que éste es el que buscamos - le susurró a gritos, mostrándole el libro.

Andrea agarró el libro por el lomo con la mano derecha, mientras con la izquierda se subía los pantalones caídos que dejaban ver unas bragas rosas. Se sentó en la silla central de una mesa de tres colocando el libro sobre la misma, de manera que los tres tuviesen acceso, casi midió las distancias. Lo abrió por la página 482.

Héctor se colocó a la derecha, cruzó las piernas sobre la silla y se sentó sobre ellas, así ganaba altura y no perdería detalle. No le importaba que sus tejanos llenos de agujeros, se estirasen, crujiesen y desmembrasen aún más. Manu a la izquierda, él era más alto y espigado, tenía una perspectiva privilegiada.

Se miraron a los ojos y respiraron hondo. Andrea metió la mano en su mochila, se cortaron las respiraciones, sabedores de lo que pronto sucedería. Envuelta en su mano apareció una piedra, un canto rodado surcado por cuatro vetas de cuatro colores que se escapaban entre los dedos de Andrea.

Andrea colocó la piedra sobre las páginas abiertas del libro. Cuando papel y letras notaron el contacto de la piedra tomaron vida y frases, palabras, letras, puntos, comas y acentos empezaron a girar formando un remolino. Las manos de Héctor y Manu se amontonaron sobre las de Andrea. Sus dedos empezaron a girar en un movimiento imposible, después sus manos. Pronto todo su cuerpo giraba al mismo tiempo que las frases del libro, hasta que se vieron inmersos en él.

Aterrizaron sobre una superficie metálica. Sus pies golpearon fuertemente una plataforma que no paraba de tambalearse. A través de un ojo de buey observaron el pulpo gigante que les atacaba. Los tripulantes del navío corrían de un lado para otro, mientras una voz ordenaba. Se dirigieron hacia el puente de mando, orientándose por las órdenes que se escuchaban.

Cuando los tres semi-adolescentes entraron en el puente, se hizo el silencio. El capitán Nemo, absolutamente quieto, inquisitivo, los penetraba con la mirada. Aquel segundo pareció eterno para Manu, Andrea y Héctor pero Nemo reaccionó rápidamente ordenando inmovilizarles, en aquel momento en que su nave era atacada, no podía pensar en otros problemas.

En la vidriera frontal se observaba un pulpo gigante que todos miraban con pánico. Maniatados y sentados en un rincón hablaban sobre las posibles soluciones. Querían ayudar, ganarse la confianza de Nemo y al mismo tiempo estaban ávidos de experiencias.

El Nautilus se paró bruscamente, haciendo que los tres se golpeasen contra la pared del submarino, seguramente por el ataque de algún pulpo. El capitán Nemo ordenó lanzar un ataque con balas eléctricas. Este era el momento de Manu, aficionado a la Oceanografía, advirtió al capitán Nemo,
- «De nada servirán las balas eléctricas contra sus cuerpos blandos y gelatinosos». Le gritó desde el rincón, intentando mostrar sus buenas intenciones.
Pero Nemo les miró con cierto desprecio e incredulidad.

- ¿Cómo habían llegado aquellos niños a su nave?, pensaba. Aunque rápidamente la realidad sacudía el submarino.

A ellos se acercó un personaje que parecía tener cierta autoridad en el submarino, se presentó como Ned Lan.

- ¿desde cuándo estáis en el submarino?. Aunque su cara mostraba otras preguntas sin responder sobre los tres polizones.
No contestaron a la pregunta, pero si expusieron sus ideas.
-Tenemos que subir a superficie. Explicó Manu, al tiempo que intentaba ponerse en pie con las manos atadas a la espalda.
-Capitán, la única manera de luchar contra esos monstruos es cuerpo a cuerpo. Gritó Héctor intentando que su voz convenciese a Ned Lan y a Nemo. Quería que se olvidasen que habían aparecido de la nada, y que confiasen en ellos.

Un remolino de contradicciones se mostró en el rostro del capitán, y en un intento desesperado de vencer a los cefalópodos ordenó ascender a superficie, mientras los pulpos luchaban por mantenerlos en el fondo. Manu notaba al contacto con las paredes metálicas, como la maquinaria hacía girar a trompicones las potentes hélices que propulsaban el submarino hacia arriba.

Andrea y Héctor se pusieron en pie, al tiempo que solicitaban a Nemo les soltase para que armados pudiesen luchar contra los pulpos.

Nemo bajó rápidamente del puente, se acercó a ellos interrogándoles con aquella mirada oscura y penetrante, su barba, alargada hasta el pecho, le proporcionaba un aspecto altivo e intimidante.
Sin decir nada, y posponiendo el interrogatorio, les soltó.
- Dadles hachas y arpones. Ordenó.
– Todos armados y a la superficie. Fue su último grito antes de desaparecer por las escaleras que conducían a la cubierta exterior.
Los pulpos parecían aún más gigantescos y sus tentáculos se multiplicaban. Los marineros y los tres polizones luchaban contra ellos produciéndoles múltiples heridas. La batalla era en conjunto desigual, y algún marinero ya había terminado en el hambriento pico de un pulpo.
Cuando los tres estuvieron fuera, armados con sendas hachas y un arpón,
sus miradas se cruzaron y el miedo se veía reflejado en ellas. Un pensamiento atravesó sus mentes, “quizá debimos escoger otro capítulo”.
Volvieron de golpe a la realidad, cuando un tentáculo golpeó a un marinero que se encontraba a su lado. El miedo desapareció, estaban allí, viviendo una leyenda, no dejarían escapar la oportunidad. Arremetieron contra los pulpos sin más temores.
Uno de los tentáculos atrapó a Héctor arrancándolo de la cubierta. Lo asfixiaba y zarandeaba, sumergiéndolo reiteradamente en el agua. Andrea reaccionó con rapidez y lanzó su arpón intentando acertar en uno de los ojos del pulpo, falló. Héctor luchaba por deshacerse del abrazo mortal, pero el tentáculo lo estrujaba haciendo que sus huesos crujiesen.
Manu y Andrea se miraron asustados, tenían que tomar una decisión y rápido. Los tres se habían embarcado en aquella aventura y sólo los tres podrían salir de ella. El pulpo izó a Héctor muy cerca de donde se encontraban sus amigos. No lo dudaron, mientras Andrea abría su morral y sacaba la piedra, Manu la agarro por la cintura y ambos saltaron al encuentro de su amigo prisionero. Las tres manos volvieron a unirse a la piedra, e instantáneamente desaparecieron de aquel lugar de pesadilla.

Aterrizaron ensopados de sal y agua sobre las sillas de la biblioteca, produciendo un escándalo que retumbó por toda la sala, y haciendo que la bibliotecaria, muy disgustada, les chistase durante cuatro segundos. No los veía, pero sabía que eran ellos.
Sin soltar las manos de la piedra, sus miradas se unieron llenas de adrenalina y complicidad. Juntos y ayudándose mutuamente se pusieron en pie. Encima de la mesa estaba el libro. Con mucho cuidado e intentando no mojarlo, lo cerraron.
Durante un segundo pensaron en repetir, en buscar otro libro, pero Andrea, que no había soltado la piedra ni un segundo negó con la cabeza. Alargó la mano hacía su costado en busca de su morral, pero ya no lo llevaba colgando. Respiró con ansiedad recordando sus últimos movimientos. Manu la había empujado de la cubierta cuando saltaron al encuentro de Héctor, y su morral con el libro donde debía guardarse la piedra, donde se hallaban instrucciones y advertencias, habían quedado en el Nautilus.

Miró con angustia a sus compañeros, y recordó las palabras de su abuelo al entregarle el libro que contenía la piedra.
- Tú debes controlar a la piedra, si abusas, te dejas llevar o no respetas las advertencias, te perderás en algún mundo del que no encontrarás la puerta de salida.

Poco a poco, y mientras el agua se escurría por sus ropas y empapaba el suelo, la angustia de Andrea se tornó en una sonrisa y una mirada que los invitaba a volver a amontonar sus manos sobre la piedra.

Héctor dio el primer paso, mientras Manu que se recolocaba los tejanos, dio el segundo.