lunes, 16 de marzo de 2009

La Piedra

Una desbandada de niños abandonaba en cascada la escuela de ladrillo calizo. Una vez en el patio se disgregaban en grupos y allí se juntaban esos tres, formando su particular y reducido núcleo. Tres amigos que parecían tres hermanos. Sin ser iguales eran inseparables.

Era jueves y habían decidido que los jueves volcarían toda su energía en visitar la biblioteca. Esperaron a que el patio se vaciase. La biblioteca no era un lugar popular y su fama de raros ya era considerable.

Hicieron los planes sobre qué libros visitarían aquella tarde. Era su segunda excursión bibliotecaria consecutiva, la primera tuvo que ver con trabajos escolares, pero a lo largo de ella vivieron una experiencia inesperada y completamente diferente a lo que la televisión o el cine podía proporcionarles.

Con las ideas claras sobre los pasillos que visitarían, se dirigieron a la biblioteca. Al entrar la bibliotecaria los miró con incredulidad. Ninguno de los tres parecía el tipo de chico que repite visita a la biblioteca, aun así les ofreció su ayuda. Sin prestarle demasiada atención se dirigieron directamente a la sección de novelas.

Su velocidad por entre los pasillos no respetaba el silencio ni el sosiego del local. A medida que los libros se hacían más interesantes a sus gustos fueron distribuyéndose aleatoriamente por entre los estantes. Buscaban un libro para compartir entre los tres, con ilustraciones de intriga o de leyendas.

Hasta que en las manos de Andrea apareció un libro cuyo nombre la cautivó.

—Héctor - gritó Andrea en voz baja - creo que éste es el que buscamos - le susurró a gritos, mostrándole el libro.

Andrea agarró el libro por el lomo con la mano derecha, mientras con la izquierda se subía los pantalones caídos que dejaban ver unas bragas rosas. Se sentó en la silla central de una mesa de tres colocando el libro sobre la misma, de manera que los tres tuviesen acceso, casi midió las distancias. Lo abrió por la página 482.

Héctor se colocó a la derecha, cruzó las piernas sobre la silla y se sentó sobre ellas, así ganaba altura y no perdería detalle. No le importaba que sus tejanos llenos de agujeros, se estirasen, crujiesen y desmembrasen aún más. Manu a la izquierda, él era más alto y espigado, tenía una perspectiva privilegiada.

Se miraron a los ojos y respiraron hondo. Andrea metió la mano en su mochila, se cortaron las respiraciones, sabedores de lo que pronto sucedería. Envuelta en su mano apareció una piedra, un canto rodado surcado por cuatro vetas de cuatro colores que se escapaban entre los dedos de Andrea.

Andrea colocó la piedra sobre las páginas abiertas del libro. Cuando papel y letras notaron el contacto de la piedra tomaron vida y frases, palabras, letras, puntos, comas y acentos empezaron a girar formando un remolino. Las manos de Héctor y Manu se amontonaron sobre las de Andrea. Sus dedos empezaron a girar en un movimiento imposible, después sus manos. Pronto todo su cuerpo giraba al mismo tiempo que las frases del libro, hasta que se vieron inmersos en él.

Aterrizaron sobre una superficie metálica. Sus pies golpearon fuertemente una plataforma que no paraba de tambalearse. A través de un ojo de buey observaron el pulpo gigante que les atacaba. Los tripulantes del navío corrían de un lado para otro, mientras una voz ordenaba. Se dirigieron hacia el puente de mando, orientándose por las órdenes que se escuchaban.

Cuando los tres semi-adolescentes entraron en el puente, se hizo el silencio. El capitán Nemo, absolutamente quieto, inquisitivo, los penetraba con la mirada. Aquel segundo pareció eterno para Manu, Andrea y Héctor pero Nemo reaccionó rápidamente ordenando inmovilizarles, en aquel momento en que su nave era atacada, no podía pensar en otros problemas.

En la vidriera frontal se observaba un pulpo gigante que todos miraban con pánico. Maniatados y sentados en un rincón hablaban sobre las posibles soluciones. Querían ayudar, ganarse la confianza de Nemo y al mismo tiempo estaban ávidos de experiencias.

El Nautilus se paró bruscamente, haciendo que los tres se golpeasen contra la pared del submarino, seguramente por el ataque de algún pulpo. El capitán Nemo ordenó lanzar un ataque con balas eléctricas. Este era el momento de Manu, aficionado a la Oceanografía, advirtió al capitán Nemo,
- «De nada servirán las balas eléctricas contra sus cuerpos blandos y gelatinosos». Le gritó desde el rincón, intentando mostrar sus buenas intenciones.
Pero Nemo les miró con cierto desprecio e incredulidad.

- ¿Cómo habían llegado aquellos niños a su nave?, pensaba. Aunque rápidamente la realidad sacudía el submarino.

A ellos se acercó un personaje que parecía tener cierta autoridad en el submarino, se presentó como Ned Lan.

- ¿desde cuándo estáis en el submarino?. Aunque su cara mostraba otras preguntas sin responder sobre los tres polizones.
No contestaron a la pregunta, pero si expusieron sus ideas.
-Tenemos que subir a superficie. Explicó Manu, al tiempo que intentaba ponerse en pie con las manos atadas a la espalda.
-Capitán, la única manera de luchar contra esos monstruos es cuerpo a cuerpo. Gritó Héctor intentando que su voz convenciese a Ned Lan y a Nemo. Quería que se olvidasen que habían aparecido de la nada, y que confiasen en ellos.

Un remolino de contradicciones se mostró en el rostro del capitán, y en un intento desesperado de vencer a los cefalópodos ordenó ascender a superficie, mientras los pulpos luchaban por mantenerlos en el fondo. Manu notaba al contacto con las paredes metálicas, como la maquinaria hacía girar a trompicones las potentes hélices que propulsaban el submarino hacia arriba.

Andrea y Héctor se pusieron en pie, al tiempo que solicitaban a Nemo les soltase para que armados pudiesen luchar contra los pulpos.

Nemo bajó rápidamente del puente, se acercó a ellos interrogándoles con aquella mirada oscura y penetrante, su barba, alargada hasta el pecho, le proporcionaba un aspecto altivo e intimidante.
Sin decir nada, y posponiendo el interrogatorio, les soltó.
- Dadles hachas y arpones. Ordenó.
– Todos armados y a la superficie. Fue su último grito antes de desaparecer por las escaleras que conducían a la cubierta exterior.
Los pulpos parecían aún más gigantescos y sus tentáculos se multiplicaban. Los marineros y los tres polizones luchaban contra ellos produciéndoles múltiples heridas. La batalla era en conjunto desigual, y algún marinero ya había terminado en el hambriento pico de un pulpo.
Cuando los tres estuvieron fuera, armados con sendas hachas y un arpón,
sus miradas se cruzaron y el miedo se veía reflejado en ellas. Un pensamiento atravesó sus mentes, “quizá debimos escoger otro capítulo”.
Volvieron de golpe a la realidad, cuando un tentáculo golpeó a un marinero que se encontraba a su lado. El miedo desapareció, estaban allí, viviendo una leyenda, no dejarían escapar la oportunidad. Arremetieron contra los pulpos sin más temores.
Uno de los tentáculos atrapó a Héctor arrancándolo de la cubierta. Lo asfixiaba y zarandeaba, sumergiéndolo reiteradamente en el agua. Andrea reaccionó con rapidez y lanzó su arpón intentando acertar en uno de los ojos del pulpo, falló. Héctor luchaba por deshacerse del abrazo mortal, pero el tentáculo lo estrujaba haciendo que sus huesos crujiesen.
Manu y Andrea se miraron asustados, tenían que tomar una decisión y rápido. Los tres se habían embarcado en aquella aventura y sólo los tres podrían salir de ella. El pulpo izó a Héctor muy cerca de donde se encontraban sus amigos. No lo dudaron, mientras Andrea abría su morral y sacaba la piedra, Manu la agarro por la cintura y ambos saltaron al encuentro de su amigo prisionero. Las tres manos volvieron a unirse a la piedra, e instantáneamente desaparecieron de aquel lugar de pesadilla.

Aterrizaron ensopados de sal y agua sobre las sillas de la biblioteca, produciendo un escándalo que retumbó por toda la sala, y haciendo que la bibliotecaria, muy disgustada, les chistase durante cuatro segundos. No los veía, pero sabía que eran ellos.
Sin soltar las manos de la piedra, sus miradas se unieron llenas de adrenalina y complicidad. Juntos y ayudándose mutuamente se pusieron en pie. Encima de la mesa estaba el libro. Con mucho cuidado e intentando no mojarlo, lo cerraron.
Durante un segundo pensaron en repetir, en buscar otro libro, pero Andrea, que no había soltado la piedra ni un segundo negó con la cabeza. Alargó la mano hacía su costado en busca de su morral, pero ya no lo llevaba colgando. Respiró con ansiedad recordando sus últimos movimientos. Manu la había empujado de la cubierta cuando saltaron al encuentro de Héctor, y su morral con el libro donde debía guardarse la piedra, donde se hallaban instrucciones y advertencias, habían quedado en el Nautilus.

Miró con angustia a sus compañeros, y recordó las palabras de su abuelo al entregarle el libro que contenía la piedra.
- Tú debes controlar a la piedra, si abusas, te dejas llevar o no respetas las advertencias, te perderás en algún mundo del que no encontrarás la puerta de salida.

Poco a poco, y mientras el agua se escurría por sus ropas y empapaba el suelo, la angustia de Andrea se tornó en una sonrisa y una mirada que los invitaba a volver a amontonar sus manos sobre la piedra.

Héctor dio el primer paso, mientras Manu que se recolocaba los tejanos, dio el segundo.

martes, 24 de febrero de 2009

MARCA-DOS A FUEGO. (1)

En manadas, en manadas nos subimos a aviones que nos llevan a Cancún o a cualquier otro sitio con playas de arena blanca y aguas de cristal. Donde nos atienden gentes con la piel tostada y quemada por el sol. En manadas nos subimos a autocares que nos llevan a ver las murallas de Ávila pero que sólo podemos disfrutar durante 12,5 minutos porque la siguiente visita está programada para las 4:30. Y, ¿con qué volvemos? ¿Con un recuerdo que nos llena y nos apacigua el alma?, casi mejor volvemos con una cámara digital llena de fotos obligatorias, con gente que se coloca en posiciones que no conoce y con sonrisas que no son las suyas. Y cuando llegamos al final nos enteramos de que ésta no era la meta. De que no queríamos llegar a ese sitio, porque es igual que el del verano pasado. Que en realidad la belleza no se encuentra en llegar al final, sino durante el camino que recorrimos, y durante el cual algún imbécil nos arrastró a toque de pito sin dejarnos parar en ninguna estación.
Hemos perdido el gusto por sentarnos en una piedra a masticar regaliz, y respirar hasta que los pulmones se enfríen y se recuperen de escuchar y tragar el tráfico diario. Ya no queremos que el culo se nos quede frío en una roca mientras miramos el horizonte o un árbol, o una simple mariposa que, ajena a nuestras ansias de acumular, vuela a nuestro alrededor sin otro sentido que volar y encontrar el aroma de otra flor. Las orillas de un río límpido, con piedras redondeadas de tanto golpe, ya no quieren que refresquemos nuestros pies malolientes y cansados. Porque nosotros ya no le respetamos, dejamos de quererle hace mucho tiempo. Ya no escuchamos cómo se mueve, cómo el agua golpea entre sí y es capaz de calmar hasta la envidia más asesina.
Mejor si cogemos aviones que nos lleven lejos, más lejos, aún más lejos. A probar comidas que no entendemos, en vez de abrazar un árbol. A ver animales grandes, más grandes, aún más grandes a los que no respetamos, en vez de observar y dejarnos invadir por el canto de un grillo.
¿Sabéis cómo canta un grillo, o cómo vuela un gorrión, habéis visto una ardilla saltando de un árbol a otro? No importa si hay una persona que sabe más que todos nosotros juntos, y se ha inventado una G y una S para marcárnosla en el hombro, en el cuello o en el culo. Y además mientras nos engaña se ríe, nos roba el sudor, y se bebe nuestra sangre. Otros se dedican a colocarnos un cocodrilo en el pecho, es peor si es falso, o ¿es más falso el original? Qué nos importa si mientras nos regodeamos en la desdicha ajena del “Tú no puedes, yo sí”. Voy marcado hasta en mis labios, más rojos y ensangrentados que los tuyos. Pero para todo eso hay que ser un Gurú, o parecerlo o mejor aún, hacer creer a los demás que lo eres, que tienes la llave, la certeza de que yo he estado donde todos vosotros queréis ir y os puedo enseñar el camino. Venid a mi lado pero a cambio vaciad vuestros bolsillos en el mío que se encuentra lleno de sapiencia y de estímulos que encontré lejos muy lejos, aún más lejos. Y nos reúne a todos y nos maniata, los pies también, nos tapa la boca con un esparadrapo barato, mientras nos hipnotiza con una flor. La margarita más hortera y pestilente que jamás haya calentado el sol, sin aroma, sin textura y que además no podemos guardar en un libro después de nuestra primera cita quinceañera. Pero nos la muestra de un lado y del otro hasta que nuestras pupilas se vuelven margaritas, la reverenciamos y hacemos penitencia de rodillas hasta el garito más cercano, y para merecerla tienen que sangrarnos las rodillas. Pero cuando se ciñe a nuestro cuerpo, cuando notamos esa segunda piel, acrílica y manchada de sangre y padrastros de un niño vietnamita, entonces el Gurú nos mira, con sus ojos negros marcados con dos barras y una serpiente sinuosa entre ellas, vaticinando, ahora eres mejor, sal y machaca a tus semejantes, písales la cabeza. Al menos durante esta temporada tú, sólo tú y otros miles de borregos sois diferentes, mejores. Ya tienes la marca, levanta la cabeza, no pienses, no opines, pero levántala.

lunes, 16 de febrero de 2009

Little Britain,..& Little Britain USA

La verdad es que intentar explicar el humor de esta pareja de británicos es bastante complicado.Leyendo artículos diversos se les compara nada menos que con los Monty Phyton, y en algunas de sus otras características con Benny Hill o "Mr. Bean".
Sinceramente estos dos zumbados no creo que sean catalogables se les mire por donde se les mire. No hay ningún tipo de pudor o límite en sus parodias, nadie está a salvo, y realmente más parecen un par de macacos armados con sendas pistolas y disparando sin tregua, que un par de humoristas. Absoluto genio sin límite. Y cuando Gran Bretaña se les quedó pequeña dieron el salto a USA donde han encontrado un filon con su nueva serie Little Britain USA. Añadiendo a esto las magnificas interpretaciones de ambos, y desde mi punto de vista sobre todo del Sr. Matt Lucas, más el acierto de emitir la serie en V.O.S. nos dejan un catalogo del esperpento que son la sociedad británica tan hipócrita y absolutamente decadente por su concervadurtismo, como la estadounidense para la que no tengo calificativo.

martes, 10 de febrero de 2009

DESAPARECER

Tampoco fue para tanto, una bronca como tantas otras.
Pero se me instaló en el interior un come-come, una sensación extraña como cuando el inicio de una úlcera coloca el primer punto en tu estómago, quizás el primer punto y la primera coma.
Aquella sin duda era la mujer de mi vida. Ya había conocido a varias, algunas más hermosas, algunas más cultas, algunas más activas sexualmente, pero ninguna que reuniese todas esas condiciones y en un porcentaje tan atractivo.
La discusión duró poco, pero lo peor fue su mirada, a medida que sus palabras me golpeaban una tras otra, se tornaba en el color de la ira, del desprecio, de la angustia por no entenderme, en el color del ansia por saber que tenía que abandonarme aún creyendo que me amaba. Mientras ese ser embrionario plantó su semilla en mi vientre, microscópico empezó a comerme por dentro. Yo notaba que él crecía mientras se alimentaba de mí.
Cuando me soltó las últimas palabras - “te odio”, quedé como el agua de un pantano, que quiere moverse pero no puede y no sabe por qué. Al principio estuve de pié, puede que durante un buen rato, mientras mis pies se encogían y a mis zapatos ya les sobraba un número. Luego me desplomé sobre un banco, mi culo que al principio parecía empequeñecer, y después siguió menguando hasta que mis huesos tropezaron con la madera, que era bastante más dura que ellos.
Quizá no fue una discusión tan ligera, quizá sólo me lo pareció a mí. Puede que ella estuviese esperándome y yo no lo notase, puede que ella hubiese sembrado hace meses la semilla de todo lo que su boca soltó, y yo, perdido en las ondas de su pelo negro, como su sonrisa aquella tarde, no lo hubiese notado. Quizá embriagado por el beso de su saludo, no entendí su pose defensiva, que poco a poco se tornó en garras que me desgarraron la camisa y luego la piel y después la carne, y me partieron los huesos e hicieron que me sintiese menos alto, un poco mas bajo.
Sentado en el banco me hinqué los codos en las piernas para que mi cara se pudiese apoyar en la palma de las manos, primero coloqué una mejilla en la palma derecha, luego coloqué la otra en la izquierda. Tenía la extraña sensación de tener el suelo cada vez más cerca, mientras pensaba en sus reproches. El primero no lo entendí, sólo había usado su cepillo de dientes unas cuantas veces, y el último se me antojó exagerado, aquella mujer no significó nada, sólo era hermosa y con lavar las sábanas de nuestra cama hubiese sido suficiente.
Definitivamente estaba adelgazando, la ropa me quedaba más ancha y grande. Sentado en aquel banco, se me antojó que por momentos mis puños arremangados se acercaban a mis muñecas a máxima velocidad.
Le diría otra vez que me perdonase, que lo sentía que no volvería a pasar. Me sentía empequeñecer, quizá porque no creía mis propias palabras gastadas de usarlas un día y otro y después otro. Quizás era una alucinación, pero mi pié un poco más pequeño dejó escapar un zapato. Lo vi caer al suelo despacio, muy despacio, primero se deshizo suavemente de mi pie, resbaló con la ayuda del calcetín y deslizándose con reposo y calma, sin atender a la ley de la gravedad, fue cayendo un fotograma tras otro, y ante mis pupilas exhaustas y dilatadas, aparecieron los días y las noches que pasamos juntos. Los vi pasar nítidos y perfectamente definidos, el día que la conocí hace ya más años de los que soy capaz de recordar. Intenté detener los fotogramas en los días risueños, pero no podía, pasaban todos a la misma velocidad. Me veía en la cama mientras ella me amaba y al siguiente instante yo volvía del trabajo mientras ella se preparaba la comida, el instante siguiente era yo el que hacía la comida mientras ella volvía del trabajo y desparramaba la ropa por la casa entera. Yo hubiese querido detenerme, pero el ritmo cansino de un día tras otro no dejaba de sucederse. Un golpe seco hizo que mi mente dejase de entrever los días, mi otro zapato golpeo el suelo, dejando a la vista el calcetín.
En otro momento me hubiese importado lo que pensase la gente, pero empecé a balancear los pies alternativamente. Y sin más, los días volvieron a pasar uno tras otro, me vi con mi taza de té apoyado en el mármol de la cocina mientras ella me decía que me sentase y apretaba con sus pulgares mi espalda, entonces se me entornaban los ojos de gusto, mientras veía su rostro en el acero inoxidable de la nevera, se mordía el labio inferior hasta dejarlo blanco para apretar con más intensidad y que me derritiese en aquella banqueta pequeña e incómoda. Duraba poco. La veía el instante posterior en la misma cocina señalándome con el dedo índice, mientras lo agitaba arriba abajo escupiéndome palabras que yo no quería oír.
No entendí por qué mi camisa a pesar de estar arremangada me llegaba y sobrepasaban las manos. Pero tampoco me importaba, notaba cómo aquel comezón del estómago crecía y se apoderaba de mi cuerpo, era un monstruo con alcohol por sangre y lijas por dientes que notaba engrandecerse en mi vientre mientras aparentemente yo seguía empequeñeciendo.
La verdad es que no entendía por qué aunque estaba con una mujer adorable, me seguía acostando con todas las que me parecían apetitosas. Pero es que no podía evitarlo, quizá no quería, pero era tan poco el esfuerzo para llevármelas a la cama, al coche, al ascensor, al lavabo o a cualquier sitio apartado donde restregarme contra sus pezones enhiestos. Ellas también aparecían en algunos fotogramas, y al verlos a aquella velocidad me di cuenta de que si que eran muchas y, de que si que habían sido demasiadas veces. De pronto dejé de ver mi cara en el hombre que sudaba con todas aquellas y empezaron a aparecer otras caras, y las caras de ellas se cambiaron por una sola. Era Eva, al que había sido mi mujer hasta hacía justo ahora 1 hora y 33 minutos. Seguía viéndola gimiendo en el coche con uno que no conocía, otro se aplastaba contra Eva mientras ella se aplastaba contra una pared, y no era el mismo de antes, y no era yo. Y ella sí era Eva. Luego apareció gimiendo en el probador de unos grandes almacenes, mientras otro hombre que tampoco conocía restregaba su sudor volviéndolo a lamer, seguía sin ser yo. No me gustó. No me gustaba. Seguía viéndola y seguía sin gustarme. Pero no era ella, era yo, y no eran otros eran otras.
La camisa casi me tapaba la cara, parecía que me había metido dentro de ella, no lo entendía. No notaba el estómago hinchado, pero la bestia seguía alimentándose de mí, cada vez más grande, cada vez más fuerte, cada vez sus bocados más grandes y cada vez sus mordiscos mas dolorosos.
Sin darme cuenta habían transcurrido varias horas, e incluso siendo verano empezó a refrescar. Así que viéndome ya casi dentro de la camisa en vez de continuar sentado sobre aquel banco, cada vez más gigantesco, me tumbé arropándome con la ropa restante. Colocándome en posición fetal el dolor se adormecía y decrecía, como yo, aunque no desaparecía. Algo seguía irritándome y engulléndome desde dentro.
Cerré los ojos y Eva apareció de nuevo, la veía llorar de dolor, veía cómo un dolor anaranjado la envolvía, una bruma nebulosa de la que llovían miles de alfileres que se le clavaban por todo el cuerpo, lloraba. Ciego alargué la mano en un intento de calmarla, de consolarla. Pero mi mano la atravesaba sin tocarla. La nube provenía del final del pasillo de nuestro piso, alguien giraba una manivela y la producía, se afanaba en introducir cristales, hierros oxidados, clavos pringados de herrumbre, tornillos con tuerca y sin ella, mientras seguía girando la manivela de aquella máquina infernal apareciendo por el otro lado un aliento fétido y anaranjado cargado de miles de minúsculos aguijones y agujas que se clavaban en la piel y en los ojos y en las uñas de Eva, que lloraba y gemía de dolor, y yo no podía consolarla, alargaba mis manos y mis brazos, ahora completamente enterrados en kilómetros de tela de mi camisa, pero no la alcanzaba. Me revolví contra aquel hombre que giraba la máquina. Quería verle la cara, quería partirle el alma. Le grité para que me mirase, y levantando la cabeza me miró. Era yo. Era mi cara con mis ojos azules, esos que tanto gustaban y atraían. Se volvieron oscuros. Y mi boca, esa de dientes blancos y perfectos, sonrió y mis dientes se pudrieron. Y mi frente de piel tostada de delicadas y finas arrugas se agrietó y de los surcos de la tierra mal arada brotó la sangre ennegrecida y purulenta que me resbalaba por la nariz quemando todo lo que tocaba y dejaba a su alrededor.
Abrí la abertura que quedaba entre un botón y otro para poder mirar el exterior. La altura desde el banco al suelo se convirtió en un precipicio. No podría bajarme de él, no podría volver a casa. Así que volví a adentrarme en aquel mar de tela, quería salir fuera, pero estaba y me sentía desnudo.
Caminé dentro de mi camisa y me dejé resbalar por los toboganes que se formaban entre los listones del banco. Ahora me sentía diminuto, microscópico, saltaba entre las hebras de la camisa, ahora agigantadas.
Empecé a no poder respirar, las moléculas de oxigeno, eran demasiado grandes para pasar por mi nariz, dejé de respirar, dejé que el monstruo y un sueño tenue se apoderasen de mí.

viernes, 6 de febrero de 2009

El Sueño de Gabriel

“Anoche soñé que soñaba, acostado de lado, mi brazo derecho abrazaba la almohada, y soñé que soñaba”.

Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando giré mi cuerpo para ver que me tocaba, y al entreabrir los ojos, vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz y mis labios querían pronunciar palabras, pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.
Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en mi pecho.

Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo alcanzable, flotando, tu rostro se unió al mío y noté tus labios, húmedos y cálidos. Y no podía moverme, tú no querías, tú no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.
Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pezones.
Me ahogo.
Controlas mi respiración y necesito más aire.
Quiero tocarte pero me lo impides, y busco mi mirada más tierna y te la muestro, solicitando, implorando compasión. Pero con un leve movimiento de negación me haces entender que mi tortura acaba de empezar.
Tus dientes aferran mi labio inferior y comprendo que esta noche soy tu juguete preferido.
Tus pezones desnudos se acercan mientras bailan cada vez más cerca de mi cuerpo. Finalmente se apretujan contra mí, los noto duros, mojados, como si manase leche maternal.
No puedo más.
Cierro los ojos.
“Anoche soñé que soñaba”. Ahora te veo. Está más cerca. Y puedo moverme.
Mis pulgares dibujan tu rostro. Ya sonríes, me acerco y te beso, y me besas. Ya noto tu cuerpo caliente, y me agarro a tus hombros, lamiendo tu cuello, y resbalo hasta tus pechos, enrojecidos de deseo los aprieto entre mis labios, intento engullirlos. Los saboreo mientras mis dedos caminan entre tus piernas que me dejan. Mientras, mi lengua lucha con el tamaño de tus tetas. Y te muerdo los hombros, y tus dedos se me agarran al pelo y me lo estiran, hacía atrás hacía un lado hacía a otro, mareándome, tu cuerpo gime y el mío lo saborea. Borracho de ansia incrusto mi lengua en tu vientre, y la paseo por toda tu piel, tus manos me oprimen hasta asfixiarme.
Ya mi boca busca tu sexo, mi lengua lo ha encontrado. Quiero notar como tu cuerpo se arquea, y mi lengua se divierte buscando tus zonas más sensibles, quiero acariciarlas y golpearlas sin piedad. Ahora estás a mi merced y voy a hacerte gritar. Tu cuerpo se dobla, se endurece, mis dedos se abren paso entre tu sexo. Mientras mi lengua te lame y te lame y te lame, mis dedos te penetran. Oigo tus gemidos pero no voy a parar. Ahora tu cuerpo vuelve a arquearse, para relajarse mientras un largo suspiro se te agolpa en la garganta, ahora no te mueves, no me hablas, no me miras, sólo respiras y te quedas con todo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Irina Palm, el otro muro de las lamentaciones



Año de producción: 2007 Duración: 103 min.
Dirigida por: Sam Garbarski
Intérpretes: Marianne Faithfull, Miki Manojlovic, Kevin Bishop, Siobhan Hewlett, Dorka Gryllus

Babas que se empotran en una pared que ya no las quiere, entre manos que la arañan intentando pasar al otro lado. Escupiendo sus miserias, intentando exortizar sus ansias de ser amados, de sentir el verdadero calor de la compasión y de la piel.
Inequívoca voluntad femenina capaz de labrar mil hectáreas para sembrar una flor, seguramente no la más hermosa.
En la mirada de una mujer poderosa, de inicio apagada, que vuelve a encontrar el amor y que resurge en un más que agradable esplendor. Se encuentra la fuerza que se transmite a sus brazos y a sus manos, para doblar a hombres uno detrás de otro, como la amazona que se encuentra detrás de esa falda corta, esas medias medias, esas botas horteras y ese abrigo de fieltro.
Lecciones mostrando que el camino a veces no se acaba al llegar al precipicio y hay que imaginar y construir el puente por el que seguir, aunque todos los que te rodean digan que no existe, te digan que has robado los ladrillos, que caerás al abismo del averno, que tu alma esta negra y corrompida, que eres insignificante.
Irina Palm, el miedo de los hombres al saber que nuestro reinado terminó, que nuestra fuerza bruta ya no sirve de nada. Que una mano de mujer experta, fuerte, savia nos está devolviendo a nuestro sitio. En primera fila admirando el ser que nos engendra, el que nos amamanta, el que nos da la vida y con el que la compartimos.

miércoles, 4 de febrero de 2009

FRÍO

1.-
Cierro las manos para calentarlas, y al hacerlo, las uñas demasiado largas se me clavan en la piel de la palma de las manos; el aire helado me corta la cara.
El parque está desierto. A pesar de la temprana hora, el frío y la poca luz del invierno encierran a niños, a padres, abuelos y corredores de fondo. Mi propio vaho enturbia mi camino. Levanto la cabeza, y con los ojos atormentados oriento mi camino. En realidad sólo intento no trastabillar con ningún obstáculo. No sé dónde voy. Me pierdo en el laberinto de veredas que se entrelazan unas con otras, las sombras de los árboles las oscurecen. Son las mismas sombras que tanto busco en verano para guarecerme del sol, pero que ahora lo esconden todo, me quitan la poca luz y me entorpecen con sus ramas demasiado bajas y frondosas. No veo los bancos, pero están, no veo los pájaros que al moverse dan vida a cada uno de los árboles en lo que se guarecen del frío, al hacerlo parece que me señalen como culpable de todos los errores, de todas mis miserias. Me ahogan y no me quieren en su pequeño y pacifico mundo.
Intento encontrar el momento en que la perdí. Pero una pregunta tras otra se amontonan en mi cabeza. Ordeno la primera, pero no hay respuestas. Coloco la segunda, pero sigue sin respuesta.
Agacho la cabeza y levantando la solapa de mi abrigo me escondo, como un caracol atemorizado. Absorto en el interior del abrigo intento centrarme en el inicio de nuestra relación.
Los recuerdos del inicio de nuestro amor se me hacen claros. Nuestra primera cita… imágenes que se pasean por mi mente.

2.-
Yo, que siempre me había considerado un hombre áspero y poco dado a las emociones, que con el transcurrir de los años supe que no había mujer para mí, que no compartiría el espacio y la vida con mujer alguna, quizá porque mi oficio áspero y claustrofóbico hacía de mí una persona huraña y poco dada al contacto humano.
Sin embargo, en aquella fiesta, en una de esas que hay una ceremonia y uno al otro se juran y perjuran amarse hasta hartarse, la vi. Estábamos cada uno en una mesa y con bastante distancia. Era uno de esos salones inmensos y fríos, calcados unos de otros, sin personalidad, sin calor, blancas las cortinas, blancos los manteles y perfectamente colocados los cubiertos.
Rompiendo la monotonía de aquel comedor enorme, se me acercó y mientras yo temblaba al notar su proximidad, y con esa naturalidad que luego me ha deslumbrado me habló mirándome a los ojos, hasta que dijo lo que más quería oír aquella tarde.
- ¿Quieres venir conmigo a cenar algún día? Me soltó, con descaro y más miel de la que podía engullir.
Acepté. Creo que más veces de las que ella necesitaba oír.
Casi no habíamos cruzado cuatro palabras durante toda la ceremonia. Ella era amiga de la novia, yo un primo del novio. Durante el baile, la silla de mi derecha estaba vacía, así que se sentó. En algún momento de aquellas palabras y con una familiaridad que no teníamos, nuestras manos se acariciaron o rozaron, en ese instante la noté mía.
Varios días después me llamó, con la música dulce de su voz me invitó, no a comer, pero si a compartir la merienda. Yo no quería, pero lo hizo, quería ser yo el hombre desde el primer momento, tener la iniciativa.
No me dejó.
3.- Yo elegí cuidadosamente cada prenda que me coloqué. Me aseé, creo que como pocas veces, quizá como nunca. Afeitado en exceso, hasta que mi piel más que endurecida se tornó rosada y llameante, impregnada de una colonia exagerada y cara, aunque la vendedora aseguró que idónea.
La esperé con un pequeño detalle. En una de esas plazas que hay en todas las ciudades, donde las palomas campan a sus anchas, los niños corren detrás de una pelota de goma, mientras madres y algún padre vigilan o fuman o ninguna de las dos cosas.
La observaba mientras se acercaba. No apartaba los ojos de su vestido, de un color irrespetuoso, pero agradable. El tejido quizá era seda, puede que otro, vaporoso. Al ver cómo se aproximaba y durante un instante, me faltó el aire. Como pez fuera del agua, se me escapaba el aliento. Sus carnes prietas ondulaban haciendo palpitar la tela. La falda por debajo de la rodilla sólo permitía adivinar sus curvas. Piernas delicadas, morenas, brillantes y aparentemente suaves que terminaban en unos zapatos de tacón amplio. Puede que no fuesen los más adecuados para aquel vestido, pero ella hacía que fuesen únicos.
El taconeo de sus pasos, cada vez más cercano, hizo que mis rodillas temblasen notando su proximidad. No podía apartar los ojos de su cuerpo.
Ella buscaba mi mirada que andaba perdida en los pliegues de su ropa. Ya se agotaba el último instante, un poco avergonzado y aturdido levanté la vista. Sonreía aún más, segura y sabedora de que mi mirada abrazaba su cuerpo. Se acercó y con un:
- ¡Hola, que guapo estás¡ - Me besó y avergonzó en ambas mejillas.
Torpe, acerté a balbucear algo, y le entregué mi pequeño regalo. Le había comprado un bolígrafo de líneas cuadradas y escritura compacta. Supongo que la tinta no sólo era mi trabajo, sino también un hábito.
Se rió con la ocurrencia. Yo no entendí la gracia, pero estaba tan hermosa, que perdoné su torpeza.
La tarde fue la que cualquier futuro amante desea.
Paseamos y reímos. Puede que en algún momento nos cogiésemos de la mano, ambas temblorosas, dubitativas, aunque deseosas de entrelazarse. No hubo cine. Ni momentos de silencio. No hubo alcohol, ni miradas lascivas. Sólo sus dientes relucientes que me mostraban su sonrisa y en la que se veía reflejado el hombre más dichoso de la tierra.
Y se acabó la tarde. Las horas habían desaparecido, cada segundo se perdió escondido en sus palabras y las mías.
Seguimos el camino hasta la puerta de su casa. Se detuvo a escasos metros de la entrada. No podía apartar mi mirada de la suya, atractiva e inocente.
Mi cabeza estaba acelerada, deseaba amarla, poseerla y hacerla mía, pero sólo le sonreía. Me rodeó con ambos brazos y enlazándose a mi cuello me atrajo con fuerza. Entornó los ojos castaños y comunes, y me besó. Sus labios apretados e inmaculados me rozaron un segundo, luego se separó de mí y girando sobre sí misma desapareció en el vestíbulo. Cerré los ojos con fuerza e impotencia. ¡ Que pensaba! Que me acostaría con ella la primera noche…. Puede que otros hubiesen respirado sobre su piel, pero ella me esperaba a mí.
No sé cuánto tiempo permanecí en la misma posición, relamiendo su beso, inspirando su aire, masticando su aroma. Empecé a andar. Pero ella se me quedó instalada, y antes de darme cuenta llegué a casa. Y esa noche no dormí, ni descansé. Se acercaba y me besaba una y otra vez. Y se despedía y sonreía otra vez.
Me había envenenado, envenenado.

4.- Al día siguiente no comimos juntos, pero tomamos café. Quiso llevarme a la cafetería que frecuentaba en horas de trabajo. Abarrotada de gente y de humo, nos sentamos en el centro de la misma, donde me sentía observado y fuera de lugar. Las sillas eran incomodas, diseños que pretenden ser elegantes, pero no lo son. Ella se acomodó en la que se situaba en frente mío y con un gesto que delataba familiaridad, hizo que nos trajesen dos cafés.
Hablaba y hablaba, sobre todo de su trabajo, algo relacionado con la publicidad. Un trabajo que nunca llegué a entender, quién compra espacios para la publicidad, quién compra espacio en una revista. Un trabajo de responsabilidad, que la hacía relacionarse con gente, con hombres. Sonreía sin parar. Explicando anécdotas de este y del otro. Me carcomía cada nombre masculino que sus labios acariciaban, pero ella no notaba mi rostro cada vez más frío.
El café se acabó, y casi no me había dejado articular palabra, no le importaba mi vida, no quería escuchar mi rutina, aburrida y manchada de tinta.
Me besó, otra vez en la mejilla, mientras notaba la mirada de sus compañeros de trabajo que me escudriñaban de arriba abajo. Pensarían que era uno más, que sería uno de tantos. No me conocían, yo no la dejaría escapar, ella ya me pertenecía. Pero me miraban y dejaban escapar la burla por las comisuras de los labios.
¿Por qué me besaba en la mejilla? Anoche lo hizo en los labios. ¿No quería demostrarles que me amaba? Yo era poco, sin corbata, para ella y el resto de aquel bar, apreté las mandíbulas en los segundos en que se levantaba, se puso su abrigo y despareció entre las burlas de aquellos hombres bien afeitados y con manos limpias, que no mostraban trabajo ni oficio.
Los cafés en otros bares se sucedieron, las comidas y también algunas cenas. Fui conociendo su vida regalada, y ella algunos sorbos de la mía, endurecida como mis manos que la apretaban cuando ella me prestaba las suyas.
Ella hablaba y yo escuchaba; sus amigos, algunos viajes, no había muros ni cotos en su vida, bebía la vida a sorbetones. Yo quería beberla con ella o mirarla mientras lo hacía. Me dejó compartir su comida y su sonrisa otros días y otras noches.
También nos amamos. Siempre de diferente manera, la última siempre parecía la primera. La primera fue como si nuestros cuerpos fuesen amigos, de esos amigos que no se ven en 15 años, pero saben que eso no importa, como si se conociesen de siempre y sólo hubiese sido un largo paréntesis.
Llegó el día en que me invitó a su casa. Una cena con amigos. Yo sabía de estos eventos porque mis compañeros de trabajo hablaban de ellas, pero nunca había asistido a ninguna. Todos sus amigos me miraban de arriba-abajo, seguro que no era por mis zapatos. Con sus trabajos de manos limpias y manicura, se manchaban al entrelazarlas con las mías, impregnadas de tinta azul o negra. A veces quería esconderme, pero ella no soltaba mi brazo y me presentaba, mostraba, exhibía hasta que mi cabeza explotaba de tanta palabrería. No podía soportar que con cada encuentro alguno la besase, incluso la agarraban de la cintura o le pasaban suavemente la mano entre su cuello y el lóbulo de su oreja. Mientras la lascivia se desparramaba por las comisuras de los labios. Puercos.
En una de tantas descubrió mi rostro encabritado, desencajado y reflejado en sus ojos vi que no comprendía mi rabia, mi manera de amarla. Noté que mi reacción la impregnaba, pero no dijo nada. Ni en ese momento ni después. Yo no podía soportarlo, así que me encerré en un rincón. Haciendo que aquella gente desapareciese de mi mente, mientras esperaba que despareciesen de mi vista. Cuando todos se hubieron marchado, respiré hondo. Intenté relajarme, pero no quería. Tampoco quería mostrar mi ansia, así que manteniéndome serio y digno, la besé en una mejilla y me marché.

5.- En una de aquellas tardes ya del verano siguiente le expliqué que había tenido un sueño. Y su rostro se tornó atento, sosegado y preparado, como si algo diferente fuese a sucederle.
Y le conté:
“Anoche soñé que soñaba, acostado de lado, mi brazo derecho abrazaba la almohada, y soñé que soñaba”.
Jamás la había visto prestarme tanta atención, me hizo sentir importante.
“Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando, giré mi cuerpo para ver quién me tocaba y al entreabrir los ojos vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz, y mis labios querían pronunciar palabras pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.
Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en el vello de mi pecho”.
Mientras le explicaba, mientras contaba, su cara fue mostrando partes que no conocía y que me animaban a seguir mientras la conquistaba. Ya nunca me abandonaría.
“Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo a mi alcance, flotando tu rostro se unió al mío y noté tus labios húmedos y cálidos. No podía moverme, no querías, no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.
Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pez….”
Me interrumpió, y en ese momento sus manos me recogieron la cara entera y mientras su mirada se hacía trasparente me besó otra vez. Luego dijo.
- deja tu casa, ven a la nuestra.
Y dejé de soñar.
6.- Frugal en todo, en mi casa habían más recuerdos de los que yo habría querido guardar.
Recogí lo justo, ni llené la maleta, y como un niño al que acaban de regalar la bolsa de caramelos más dulce. Me dirigí a su casa, ni siquiera fui en coche, quería recordar cada paso de aquella tarde, revolcarme en mi dicha y llegar exhausto sabiendo que mi mujer me esperaba en casa.
Al llegar no hizo falta tocar el timbre, mis pasos, mas fuertes debido al peso de la maleta hicieron que notase mi presencia. Abrió la puerta me dio la bienvenida con una sonrisa y me ayudó a colocar la ropa. Deshicimos la cama, para no volverla a hacer aquella noche. Y cenamos en silencio, tan solo con la compañía de nuestra mirada, me besó deseándome buenas noches.
7.- Los días nos hicieron entrar en la rutina de compartir el espacio y el baño. Eso me gustaba; no tanto que saliese a la calle siempre tan guapa. Pero lo era, guapa hasta desesperarme.
Y los días en mi trabajo se hacían eternos, sólo quería saber qué estaría haciendo, con quién estaría, con quién comería. Por qué ya no íbamos a tomar café. Estaba siempre tan ocupada…
Hasta que el último día del tercer mes la seguí. Quería saber. Yo sólo quería saber. Nunca lo había hecho, pero falté por primera vez a mi jornada laboral. Y sin excusa, sin motivo, tan sólo no fui…

Anduve tras sus pasos. Ya antes de trabajar entró en un bar con otro hombre. En la puerta le besó, claro,.. en las mejillas. Aunque noté que le sonreía en exceso. Entraron los dos juntos y compartieron el café. Yo jamás tomaba café con ninguna mujer antes de entrar a trabajar, ni siquiera con mis compañeros, tiños de envidia, decían que yo era raro.
Miraba desde fuera, a distancia, mientras ella le quitaba un hilo del traje de corte perfecto a aquel desconocido. Mientras él la penetraba con la mirada una y otra vez. Y yo me comía las uñas y los puños, hasta descoserme los padrastros que durante tantos años había cultivado. Quería marcharme, pero no podía. Seguía con los ojos anclados en cada gesto. Al cabo de una eternidad cogieron los abrigos y apresuradamente, como si tuviesen prisa después del café más largo de su vida, salieron del bar. Incrédulo vi que no trabajaban juntos, que no iban en la misma dirección.
Se besaron y abrazaron, por qué siempre era tan cariñosa con otros hombres. La sangre me golpeaba en la sien a ritmo de tambor, el dolor se me esparcía por todos sitios. Pensé en abordarla, en pedir explicaciones, en avergonzarla delante de todo el mundo, en …. en…. Pero esperé a llegar a casa.
La esperé en la cocina. De pié con una taza de té en una mano y un cigarrillo en la otra. Hacía 4 años y cinco meses que no fumaba. Entró sonriente como siempre. Mi mirada la atravesó, y dejó de sonreír. Veía temor en sus ojos, aún así me preguntó:
- ¿Qué te pasa?
- ¿Quién era ese con quien has tomado café? Le contesté, escupiendo minúsculas gotas de té.
- Un antiguo compañero de trabajo, ¿Me has estado siguiendo? Dijo, aumentando el tono de su voz con cada palabra.
Mis labios no contestaron, mi mirada la llamaba mentirosa. Solté la taza en el fregadero y salí de la cocina empujándola para que se golpease contra la nevera.
Aquella noche no me esperó despierta, no me pidió explicaciones. A la vuelta me quedé mirándola mientras dormía, a oscuras buscaba marcas en su cuerpo. Las aletas de mi nariz se hinchaban escudriñando el olor a otro, pero no lo encontraron.
No volví a seguirla aquella semana.
8.- La tarde del jueves era nuestra, sólo nuestra, pero siempre sonaba el teléfono, y siempre se trataba de un hombre, ¿sería siempre por trabajo? Aquello hacía que mi cabeza y mis ojos y mis manos se calentasen, que me hirviese el pecho, sudando hasta que mi propio hedor me era insoportable.
- No entiendo que cuando se acaba el trabajo, sigas teniendo que hablar con todo el mundo- le dije, dejando escapar sin querer un salivazo pequeño pero lleno de ansia y rabia.
- Mi trabajo a veces no me permite desconectar. Además no siempre es trabajo. Mis amigas me llaman para saber si ya te he dejado y andar ellas detrás tuyo- Me contestó medio susurrándome en la oreja.
Notaba su sonrisa enganchada a mi rostro, pero ella era incapaz de mirarme a la cara mientras me decía estas tonterías. Yo la amaba y ella se reía de mí. Quizá también se reiría con esas amigas suyas. Seguía acariciando mi oído con mil palabras vacías. ¿Por qué no me entendía? Yo quería la mujer dulce y amable de mis sueños, la que me esperaba. No al revés. La cabeza me dolía más y más, mientras ella me besaba el cuello. El contacto de su piel empezó a irritarme. Ya no pude más y gritándole
- ¡DEJAME¡ la aparté.
Su rostro imitó la perplejidad a la perfección. Se quedó quieta. Ya no podía soportar más sus mentiras y engaños, sus risas.
Levanté la mano y la golpeé con la palma, haciendo que su rostro girase al tiempo que escupía sangre, con el mismo impulso volvía a cruzarle la cara con el revés de mi mano. Me arrepentí antes de golpearla, también después, pero es que ella no me entendía, no comprendía mi amor, mi manera de amarla.
9.- Ya se lo había dicho.
Y creo que en más de 6 meses de convivencia, lo podía haber entendido.
Ya se lo había dicho, y o no lo quería entender, o yo no me explicaba con suficiente claridad.
Ya se lo había dicho, “no quiero que lleves el vestido con el que te conocí a la oficina”
Tampoco quería que enseñase las rodillas, y también me molestaba cuando desparramaba su felicidad con otros.
Entró por la puerta, con la misma sonrisa con la que cada mañana se marchaba y me miró. Con su vestido cosido con miradas de otros hombres, con la lascivia enganchada en las costuras.
Yo estaba de pié con una taza de té y un cigarrillo. Mis dientes encrucijados rechinaron el odio a borbotones. Mis labios debían estar torcidos, y mi gesto más negro que nunca. Y mi mirada fría, helada. Y mi mente decía golpéala, y mis dedos anclados contra la palma de mi mano decían golpéala.
Su sonrisa se marchó y apareció el miedo, el miedo a mi ira, a lo que ella denominaba “poca comprensión” a otra escena de gritos y maldiciones.
-¿Por qué me tienes miedo puta? No puta no, las putas cobran y tú sólo eres la zorra de otro, que se ríe de mi mientras te revuelcas con él.
Y lágrimas de hielo y sangre me resbalaron por ambas mejillas.
No recuerdo mucho más.
Notaba los labios y el cuerpo tenso hasta el dolor.
Estaba a horcajadas sobre su vientre, y sus manos apretaban mis muñecas con una fuerza que no había conocido antes.
No le hablaba, ya no me quedaban palabras, y mis dedos atenazaban su cuello, mientras su mirada incrédula se apagaba.
Todos mis huesos crujían al mismo tiempo que los suyos y mientras, me quedaba con su última sonrisa, ya sólo será mía, con la última luz de su mirada, ya sólo me alumbrará a mí. Le quitaba el aire y me lo quedaba, todo lo suyo era mío y ella no supo entenderlo. Ya se lo había dicho.
Troncé su alma mientras apretaba, sus manos dejaron de apretar mis muñecas. Se acercaron a mi cara y con los dedos separados las colocó en mis mejillas, buscaba el amor que siempre había tenido. Lo buscaba en mis pupilas ensangrentadas de rabia, en aquellos ojos que la habían enamorado. En aquel momento entendió mis palabras, te amaré hasta el final. Siempre serás mía, sólo mía.
Y me quedé quieto sobre ella, ya sin apretarla, mientras se enfriaba por momentos.
Como el frío del parque en el que me encontraba. El frío que me atenazaba la cabeza y no me dejaba encontrar las respuestas a ninguna de las preguntas, sólo notaba el frío en mi cara y en mis manos azuladas.