martes, 10 de febrero de 2009

DESAPARECER

Tampoco fue para tanto, una bronca como tantas otras.
Pero se me instaló en el interior un come-come, una sensación extraña como cuando el inicio de una úlcera coloca el primer punto en tu estómago, quizás el primer punto y la primera coma.
Aquella sin duda era la mujer de mi vida. Ya había conocido a varias, algunas más hermosas, algunas más cultas, algunas más activas sexualmente, pero ninguna que reuniese todas esas condiciones y en un porcentaje tan atractivo.
La discusión duró poco, pero lo peor fue su mirada, a medida que sus palabras me golpeaban una tras otra, se tornaba en el color de la ira, del desprecio, de la angustia por no entenderme, en el color del ansia por saber que tenía que abandonarme aún creyendo que me amaba. Mientras ese ser embrionario plantó su semilla en mi vientre, microscópico empezó a comerme por dentro. Yo notaba que él crecía mientras se alimentaba de mí.
Cuando me soltó las últimas palabras - “te odio”, quedé como el agua de un pantano, que quiere moverse pero no puede y no sabe por qué. Al principio estuve de pié, puede que durante un buen rato, mientras mis pies se encogían y a mis zapatos ya les sobraba un número. Luego me desplomé sobre un banco, mi culo que al principio parecía empequeñecer, y después siguió menguando hasta que mis huesos tropezaron con la madera, que era bastante más dura que ellos.
Quizá no fue una discusión tan ligera, quizá sólo me lo pareció a mí. Puede que ella estuviese esperándome y yo no lo notase, puede que ella hubiese sembrado hace meses la semilla de todo lo que su boca soltó, y yo, perdido en las ondas de su pelo negro, como su sonrisa aquella tarde, no lo hubiese notado. Quizá embriagado por el beso de su saludo, no entendí su pose defensiva, que poco a poco se tornó en garras que me desgarraron la camisa y luego la piel y después la carne, y me partieron los huesos e hicieron que me sintiese menos alto, un poco mas bajo.
Sentado en el banco me hinqué los codos en las piernas para que mi cara se pudiese apoyar en la palma de las manos, primero coloqué una mejilla en la palma derecha, luego coloqué la otra en la izquierda. Tenía la extraña sensación de tener el suelo cada vez más cerca, mientras pensaba en sus reproches. El primero no lo entendí, sólo había usado su cepillo de dientes unas cuantas veces, y el último se me antojó exagerado, aquella mujer no significó nada, sólo era hermosa y con lavar las sábanas de nuestra cama hubiese sido suficiente.
Definitivamente estaba adelgazando, la ropa me quedaba más ancha y grande. Sentado en aquel banco, se me antojó que por momentos mis puños arremangados se acercaban a mis muñecas a máxima velocidad.
Le diría otra vez que me perdonase, que lo sentía que no volvería a pasar. Me sentía empequeñecer, quizá porque no creía mis propias palabras gastadas de usarlas un día y otro y después otro. Quizás era una alucinación, pero mi pié un poco más pequeño dejó escapar un zapato. Lo vi caer al suelo despacio, muy despacio, primero se deshizo suavemente de mi pie, resbaló con la ayuda del calcetín y deslizándose con reposo y calma, sin atender a la ley de la gravedad, fue cayendo un fotograma tras otro, y ante mis pupilas exhaustas y dilatadas, aparecieron los días y las noches que pasamos juntos. Los vi pasar nítidos y perfectamente definidos, el día que la conocí hace ya más años de los que soy capaz de recordar. Intenté detener los fotogramas en los días risueños, pero no podía, pasaban todos a la misma velocidad. Me veía en la cama mientras ella me amaba y al siguiente instante yo volvía del trabajo mientras ella se preparaba la comida, el instante siguiente era yo el que hacía la comida mientras ella volvía del trabajo y desparramaba la ropa por la casa entera. Yo hubiese querido detenerme, pero el ritmo cansino de un día tras otro no dejaba de sucederse. Un golpe seco hizo que mi mente dejase de entrever los días, mi otro zapato golpeo el suelo, dejando a la vista el calcetín.
En otro momento me hubiese importado lo que pensase la gente, pero empecé a balancear los pies alternativamente. Y sin más, los días volvieron a pasar uno tras otro, me vi con mi taza de té apoyado en el mármol de la cocina mientras ella me decía que me sentase y apretaba con sus pulgares mi espalda, entonces se me entornaban los ojos de gusto, mientras veía su rostro en el acero inoxidable de la nevera, se mordía el labio inferior hasta dejarlo blanco para apretar con más intensidad y que me derritiese en aquella banqueta pequeña e incómoda. Duraba poco. La veía el instante posterior en la misma cocina señalándome con el dedo índice, mientras lo agitaba arriba abajo escupiéndome palabras que yo no quería oír.
No entendí por qué mi camisa a pesar de estar arremangada me llegaba y sobrepasaban las manos. Pero tampoco me importaba, notaba cómo aquel comezón del estómago crecía y se apoderaba de mi cuerpo, era un monstruo con alcohol por sangre y lijas por dientes que notaba engrandecerse en mi vientre mientras aparentemente yo seguía empequeñeciendo.
La verdad es que no entendía por qué aunque estaba con una mujer adorable, me seguía acostando con todas las que me parecían apetitosas. Pero es que no podía evitarlo, quizá no quería, pero era tan poco el esfuerzo para llevármelas a la cama, al coche, al ascensor, al lavabo o a cualquier sitio apartado donde restregarme contra sus pezones enhiestos. Ellas también aparecían en algunos fotogramas, y al verlos a aquella velocidad me di cuenta de que si que eran muchas y, de que si que habían sido demasiadas veces. De pronto dejé de ver mi cara en el hombre que sudaba con todas aquellas y empezaron a aparecer otras caras, y las caras de ellas se cambiaron por una sola. Era Eva, al que había sido mi mujer hasta hacía justo ahora 1 hora y 33 minutos. Seguía viéndola gimiendo en el coche con uno que no conocía, otro se aplastaba contra Eva mientras ella se aplastaba contra una pared, y no era el mismo de antes, y no era yo. Y ella sí era Eva. Luego apareció gimiendo en el probador de unos grandes almacenes, mientras otro hombre que tampoco conocía restregaba su sudor volviéndolo a lamer, seguía sin ser yo. No me gustó. No me gustaba. Seguía viéndola y seguía sin gustarme. Pero no era ella, era yo, y no eran otros eran otras.
La camisa casi me tapaba la cara, parecía que me había metido dentro de ella, no lo entendía. No notaba el estómago hinchado, pero la bestia seguía alimentándose de mí, cada vez más grande, cada vez más fuerte, cada vez sus bocados más grandes y cada vez sus mordiscos mas dolorosos.
Sin darme cuenta habían transcurrido varias horas, e incluso siendo verano empezó a refrescar. Así que viéndome ya casi dentro de la camisa en vez de continuar sentado sobre aquel banco, cada vez más gigantesco, me tumbé arropándome con la ropa restante. Colocándome en posición fetal el dolor se adormecía y decrecía, como yo, aunque no desaparecía. Algo seguía irritándome y engulléndome desde dentro.
Cerré los ojos y Eva apareció de nuevo, la veía llorar de dolor, veía cómo un dolor anaranjado la envolvía, una bruma nebulosa de la que llovían miles de alfileres que se le clavaban por todo el cuerpo, lloraba. Ciego alargué la mano en un intento de calmarla, de consolarla. Pero mi mano la atravesaba sin tocarla. La nube provenía del final del pasillo de nuestro piso, alguien giraba una manivela y la producía, se afanaba en introducir cristales, hierros oxidados, clavos pringados de herrumbre, tornillos con tuerca y sin ella, mientras seguía girando la manivela de aquella máquina infernal apareciendo por el otro lado un aliento fétido y anaranjado cargado de miles de minúsculos aguijones y agujas que se clavaban en la piel y en los ojos y en las uñas de Eva, que lloraba y gemía de dolor, y yo no podía consolarla, alargaba mis manos y mis brazos, ahora completamente enterrados en kilómetros de tela de mi camisa, pero no la alcanzaba. Me revolví contra aquel hombre que giraba la máquina. Quería verle la cara, quería partirle el alma. Le grité para que me mirase, y levantando la cabeza me miró. Era yo. Era mi cara con mis ojos azules, esos que tanto gustaban y atraían. Se volvieron oscuros. Y mi boca, esa de dientes blancos y perfectos, sonrió y mis dientes se pudrieron. Y mi frente de piel tostada de delicadas y finas arrugas se agrietó y de los surcos de la tierra mal arada brotó la sangre ennegrecida y purulenta que me resbalaba por la nariz quemando todo lo que tocaba y dejaba a su alrededor.
Abrí la abertura que quedaba entre un botón y otro para poder mirar el exterior. La altura desde el banco al suelo se convirtió en un precipicio. No podría bajarme de él, no podría volver a casa. Así que volví a adentrarme en aquel mar de tela, quería salir fuera, pero estaba y me sentía desnudo.
Caminé dentro de mi camisa y me dejé resbalar por los toboganes que se formaban entre los listones del banco. Ahora me sentía diminuto, microscópico, saltaba entre las hebras de la camisa, ahora agigantadas.
Empecé a no poder respirar, las moléculas de oxigeno, eran demasiado grandes para pasar por mi nariz, dejé de respirar, dejé que el monstruo y un sueño tenue se apoderasen de mí.

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