martes, 24 de febrero de 2009
MARCA-DOS A FUEGO. (1)
lunes, 16 de febrero de 2009
Little Britain,..& Little Britain USA
La verdad es que intentar explicar el humor de esta pareja de británicos es bastante complicado.Leyendo artículos diversos se les compara nada menos que con los Monty Phyton, y en algunas de sus otras características con Benny Hill o "Mr. Bean".
Sinceramente estos dos zumbados no creo que sean catalogables se les mire por donde se les mire. No hay ningún tipo de pudor o límite en sus parodias, nadie está a salvo, y realmente más parecen un par de macacos armados con sendas pistolas y disparando sin tregua, que un par de humoristas. Absoluto genio sin límite. Y cuando Gran Bretaña se les quedó pequeña dieron el salto a USA donde han encontrado un filon con su nueva serie Little Britain USA. Añadiendo a esto las magnificas interpretaciones de ambos, y desde mi punto de vista sobre todo del Sr. Matt Lucas, más el acierto de emitir la serie en V.O.S. nos dejan un catalogo del esperpento que son la sociedad británica tan hipócrita y absolutamente decadente por su concervadurtismo, como la estadounidense para la que no tengo calificativo.
martes, 10 de febrero de 2009
DESAPARECER
Pero se me instaló en el interior un come-come, una sensación extraña como cuando el inicio de una úlcera coloca el primer punto en tu estómago, quizás el primer punto y la primera coma.
Aquella sin duda era la mujer de mi vida. Ya había conocido a varias, algunas más hermosas, algunas más cultas, algunas más activas sexualmente, pero ninguna que reuniese todas esas condiciones y en un porcentaje tan atractivo.
La discusión duró poco, pero lo peor fue su mirada, a medida que sus palabras me golpeaban una tras otra, se tornaba en el color de la ira, del desprecio, de la angustia por no entenderme, en el color del ansia por saber que tenía que abandonarme aún creyendo que me amaba. Mientras ese ser embrionario plantó su semilla en mi vientre, microscópico empezó a comerme por dentro. Yo notaba que él crecía mientras se alimentaba de mí.
Cuando me soltó las últimas palabras - “te odio”, quedé como el agua de un pantano, que quiere moverse pero no puede y no sabe por qué. Al principio estuve de pié, puede que durante un buen rato, mientras mis pies se encogían y a mis zapatos ya les sobraba un número. Luego me desplomé sobre un banco, mi culo que al principio parecía empequeñecer, y después siguió menguando hasta que mis huesos tropezaron con la madera, que era bastante más dura que ellos.
Quizá no fue una discusión tan ligera, quizá sólo me lo pareció a mí. Puede que ella estuviese esperándome y yo no lo notase, puede que ella hubiese sembrado hace meses la semilla de todo lo que su boca soltó, y yo, perdido en las ondas de su pelo negro, como su sonrisa aquella tarde, no lo hubiese notado. Quizá embriagado por el beso de su saludo, no entendí su pose defensiva, que poco a poco se tornó en garras que me desgarraron la camisa y luego la piel y después la carne, y me partieron los huesos e hicieron que me sintiese menos alto, un poco mas bajo.
Sentado en el banco me hinqué los codos en las piernas para que mi cara se pudiese apoyar en la palma de las manos, primero coloqué una mejilla en la palma derecha, luego coloqué la otra en la izquierda. Tenía la extraña sensación de tener el suelo cada vez más cerca, mientras pensaba en sus reproches. El primero no lo entendí, sólo había usado su cepillo de dientes unas cuantas veces, y el último se me antojó exagerado, aquella mujer no significó nada, sólo era hermosa y con lavar las sábanas de nuestra cama hubiese sido suficiente.
Definitivamente estaba adelgazando, la ropa me quedaba más ancha y grande. Sentado en aquel banco, se me antojó que por momentos mis puños arremangados se acercaban a mis muñecas a máxima velocidad.
Le diría otra vez que me perdonase, que lo sentía que no volvería a pasar. Me sentía empequeñecer, quizá porque no creía mis propias palabras gastadas de usarlas un día y otro y después otro. Quizás era una alucinación, pero mi pié un poco más pequeño dejó escapar un zapato. Lo vi caer al suelo despacio, muy despacio, primero se deshizo suavemente de mi pie, resbaló con la ayuda del calcetín y deslizándose con reposo y calma, sin atender a la ley de la gravedad, fue cayendo un fotograma tras otro, y ante mis pupilas exhaustas y dilatadas, aparecieron los días y las noches que pasamos juntos. Los vi pasar nítidos y perfectamente definidos, el día que la conocí hace ya más años de los que soy capaz de recordar. Intenté detener los fotogramas en los días risueños, pero no podía, pasaban todos a la misma velocidad. Me veía en la cama mientras ella me amaba y al siguiente instante yo volvía del trabajo mientras ella se preparaba la comida, el instante siguiente era yo el que hacía la comida mientras ella volvía del trabajo y desparramaba la ropa por la casa entera. Yo hubiese querido detenerme, pero el ritmo cansino de un día tras otro no dejaba de sucederse. Un golpe seco hizo que mi mente dejase de entrever los días, mi otro zapato golpeo el suelo, dejando a la vista el calcetín.
En otro momento me hubiese importado lo que pensase la gente, pero empecé a balancear los pies alternativamente. Y sin más, los días volvieron a pasar uno tras otro, me vi con mi taza de té apoyado en el mármol de la cocina mientras ella me decía que me sentase y apretaba con sus pulgares mi espalda, entonces se me entornaban los ojos de gusto, mientras veía su rostro en el acero inoxidable de la nevera, se mordía el labio inferior hasta dejarlo blanco para apretar con más intensidad y que me derritiese en aquella banqueta pequeña e incómoda. Duraba poco. La veía el instante posterior en la misma cocina señalándome con el dedo índice, mientras lo agitaba arriba abajo escupiéndome palabras que yo no quería oír.
No entendí por qué mi camisa a pesar de estar arremangada me llegaba y sobrepasaban las manos. Pero tampoco me importaba, notaba cómo aquel comezón del estómago crecía y se apoderaba de mi cuerpo, era un monstruo con alcohol por sangre y lijas por dientes que notaba engrandecerse en mi vientre mientras aparentemente yo seguía empequeñeciendo.
La verdad es que no entendía por qué aunque estaba con una mujer adorable, me seguía acostando con todas las que me parecían apetitosas. Pero es que no podía evitarlo, quizá no quería, pero era tan poco el esfuerzo para llevármelas a la cama, al coche, al ascensor, al lavabo o a cualquier sitio apartado donde restregarme contra sus pezones enhiestos. Ellas también aparecían en algunos fotogramas, y al verlos a aquella velocidad me di cuenta de que si que eran muchas y, de que si que habían sido demasiadas veces. De pronto dejé de ver mi cara en el hombre que sudaba con todas aquellas y empezaron a aparecer otras caras, y las caras de ellas se cambiaron por una sola. Era Eva, al que había sido mi mujer hasta hacía justo ahora 1 hora y 33 minutos. Seguía viéndola gimiendo en el coche con uno que no conocía, otro se aplastaba contra Eva mientras ella se aplastaba contra una pared, y no era el mismo de antes, y no era yo. Y ella sí era Eva. Luego apareció gimiendo en el probador de unos grandes almacenes, mientras otro hombre que tampoco conocía restregaba su sudor volviéndolo a lamer, seguía sin ser yo. No me gustó. No me gustaba. Seguía viéndola y seguía sin gustarme. Pero no era ella, era yo, y no eran otros eran otras.
La camisa casi me tapaba la cara, parecía que me había metido dentro de ella, no lo entendía. No notaba el estómago hinchado, pero la bestia seguía alimentándose de mí, cada vez más grande, cada vez más fuerte, cada vez sus bocados más grandes y cada vez sus mordiscos mas dolorosos.
Sin darme cuenta habían transcurrido varias horas, e incluso siendo verano empezó a refrescar. Así que viéndome ya casi dentro de la camisa en vez de continuar sentado sobre aquel banco, cada vez más gigantesco, me tumbé arropándome con la ropa restante. Colocándome en posición fetal el dolor se adormecía y decrecía, como yo, aunque no desaparecía. Algo seguía irritándome y engulléndome desde dentro.
Cerré los ojos y Eva apareció de nuevo, la veía llorar de dolor, veía cómo un dolor anaranjado la envolvía, una bruma nebulosa de la que llovían miles de alfileres que se le clavaban por todo el cuerpo, lloraba. Ciego alargué la mano en un intento de calmarla, de consolarla. Pero mi mano la atravesaba sin tocarla. La nube provenía del final del pasillo de nuestro piso, alguien giraba una manivela y la producía, se afanaba en introducir cristales, hierros oxidados, clavos pringados de herrumbre, tornillos con tuerca y sin ella, mientras seguía girando la manivela de aquella máquina infernal apareciendo por el otro lado un aliento fétido y anaranjado cargado de miles de minúsculos aguijones y agujas que se clavaban en la piel y en los ojos y en las uñas de Eva, que lloraba y gemía de dolor, y yo no podía consolarla, alargaba mis manos y mis brazos, ahora completamente enterrados en kilómetros de tela de mi camisa, pero no la alcanzaba. Me revolví contra aquel hombre que giraba la máquina. Quería verle la cara, quería partirle el alma. Le grité para que me mirase, y levantando la cabeza me miró. Era yo. Era mi cara con mis ojos azules, esos que tanto gustaban y atraían. Se volvieron oscuros. Y mi boca, esa de dientes blancos y perfectos, sonrió y mis dientes se pudrieron. Y mi frente de piel tostada de delicadas y finas arrugas se agrietó y de los surcos de la tierra mal arada brotó la sangre ennegrecida y purulenta que me resbalaba por la nariz quemando todo lo que tocaba y dejaba a su alrededor.
Abrí la abertura que quedaba entre un botón y otro para poder mirar el exterior. La altura desde el banco al suelo se convirtió en un precipicio. No podría bajarme de él, no podría volver a casa. Así que volví a adentrarme en aquel mar de tela, quería salir fuera, pero estaba y me sentía desnudo.
Caminé dentro de mi camisa y me dejé resbalar por los toboganes que se formaban entre los listones del banco. Ahora me sentía diminuto, microscópico, saltaba entre las hebras de la camisa, ahora agigantadas.
Empecé a no poder respirar, las moléculas de oxigeno, eran demasiado grandes para pasar por mi nariz, dejé de respirar, dejé que el monstruo y un sueño tenue se apoderasen de mí.
viernes, 6 de febrero de 2009
El Sueño de Gabriel
Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando giré mi cuerpo para ver que me tocaba, y al entreabrir los ojos, vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz y mis labios querían pronunciar palabras, pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.
Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en mi pecho.
Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo alcanzable, flotando, tu rostro se unió al mío y noté tus labios, húmedos y cálidos. Y no podía moverme, tú no querías, tú no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.
Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pezones.
Me ahogo.
Controlas mi respiración y necesito más aire.
Quiero tocarte pero me lo impides, y busco mi mirada más tierna y te la muestro, solicitando, implorando compasión. Pero con un leve movimiento de negación me haces entender que mi tortura acaba de empezar.
Tus dientes aferran mi labio inferior y comprendo que esta noche soy tu juguete preferido.
Tus pezones desnudos se acercan mientras bailan cada vez más cerca de mi cuerpo. Finalmente se apretujan contra mí, los noto duros, mojados, como si manase leche maternal.
No puedo más.
Cierro los ojos.
“Anoche soñé que soñaba”. Ahora te veo. Está más cerca. Y puedo moverme.
Mis pulgares dibujan tu rostro. Ya sonríes, me acerco y te beso, y me besas. Ya noto tu cuerpo caliente, y me agarro a tus hombros, lamiendo tu cuello, y resbalo hasta tus pechos, enrojecidos de deseo los aprieto entre mis labios, intento engullirlos. Los saboreo mientras mis dedos caminan entre tus piernas que me dejan. Mientras, mi lengua lucha con el tamaño de tus tetas. Y te muerdo los hombros, y tus dedos se me agarran al pelo y me lo estiran, hacía atrás hacía un lado hacía a otro, mareándome, tu cuerpo gime y el mío lo saborea. Borracho de ansia incrusto mi lengua en tu vientre, y la paseo por toda tu piel, tus manos me oprimen hasta asfixiarme.
Ya mi boca busca tu sexo, mi lengua lo ha encontrado. Quiero notar como tu cuerpo se arquea, y mi lengua se divierte buscando tus zonas más sensibles, quiero acariciarlas y golpearlas sin piedad. Ahora estás a mi merced y voy a hacerte gritar. Tu cuerpo se dobla, se endurece, mis dedos se abren paso entre tu sexo. Mientras mi lengua te lame y te lame y te lame, mis dedos te penetran. Oigo tus gemidos pero no voy a parar. Ahora tu cuerpo vuelve a arquearse, para relajarse mientras un largo suspiro se te agolpa en la garganta, ahora no te mueves, no me hablas, no me miras, sólo respiras y te quedas con todo.
jueves, 5 de febrero de 2009
Irina Palm, el otro muro de las lamentaciones

Babas que se empotran en una pared que ya no las quiere, entre manos que la arañan intentando pasar al otro lado. Escupiendo sus miserias, intentando exortizar sus ansias de ser amados, de sentir el verdadero calor de la compasión y de la piel.
Inequívoca voluntad femenina capaz de labrar mil hectáreas para sembrar una flor, seguramente no la más hermosa.
En la mirada de una mujer poderosa, de inicio apagada, que vuelve a encontrar el amor y que resurge en un más que agradable esplendor. Se encuentra la fuerza que se transmite a sus brazos y a sus manos, para doblar a hombres uno detrás de otro, como la amazona que se encuentra detrás de esa falda corta, esas medias medias, esas botas horteras y ese abrigo de fieltro.
Lecciones mostrando que el camino a veces no se acaba al llegar al precipicio y hay que imaginar y construir el puente por el que seguir, aunque todos los que te rodean digan que no existe, te digan que has robado los ladrillos, que caerás al abismo del averno, que tu alma esta negra y corrompida, que eres insignificante.
Irina Palm, el miedo de los hombres al saber que nuestro reinado terminó, que nuestra fuerza bruta ya no sirve de nada. Que una mano de mujer experta, fuerte, savia nos está devolviendo a nuestro sitio. En primera fila admirando el ser que nos engendra, el que nos amamanta, el que nos da la vida y con el que la compartimos.
miércoles, 4 de febrero de 2009
FRÍO
Cierro las manos para calentarlas, y al hacerlo, las uñas demasiado largas se me clavan en la piel de la palma de las manos; el aire helado me corta la cara.
Agacho la cabeza y levantando la solapa de mi abrigo me escondo, como un caracol atemorizado. Absorto en el interior del abrigo intento centrarme en el inicio de nuestra relación.
Los recuerdos del inicio de nuestro amor se me hacen claros. Nuestra primera cita… imágenes que se pasean por mi mente.
2.-
Yo, que siempre me había considerado un hombre áspero y poco dado a las emociones, que con el transcurrir de los años supe que no había mujer para mí, que no compartiría el espacio y la vida con mujer alguna, quizá porque mi oficio áspero y claustrofóbico hacía de mí una persona huraña y poco dada al contacto humano.
Sin embargo, en aquella fiesta, en una de esas que hay una ceremonia y uno al otro se juran y perjuran amarse hasta hartarse, la vi. Estábamos cada uno en una mesa y con bastante distancia. Era uno de esos salones inmensos y fríos, calcados unos de otros, sin personalidad, sin calor, blancas las cortinas, blancos los manteles y perfectamente colocados los cubiertos.
Rompiendo la monotonía de aquel comedor enorme, se me acercó y mientras yo temblaba al notar su proximidad, y con esa naturalidad que luego me ha deslumbrado me habló mirándome a los ojos, hasta que dijo lo que más quería oír aquella tarde.
Casi no habíamos cruzado cuatro palabras durante toda la ceremonia. Ella era amiga de la novia, yo un primo del novio. Durante el baile, la silla de mi derecha estaba vacía, así que se sentó. En algún momento de aquellas palabras y con una familiaridad que no teníamos, nuestras manos se acariciaron o rozaron, en ese instante la noté mía.
No me dejó.
La esperé con un pequeño detalle. En una de esas plazas que hay en todas las ciudades, donde las palomas campan a sus anchas, los niños corren detrás de una pelota de goma, mientras madres y algún padre vigilan o fuman o ninguna de las dos cosas.
La observaba mientras se acercaba. No apartaba los ojos de su vestido, de un color irrespetuoso, pero agradable. El tejido quizá era seda, puede que otro, vaporoso. Al ver cómo se aproximaba y durante un instante, me faltó el aire. Como pez fuera del agua, se me escapaba el aliento. Sus carnes prietas ondulaban haciendo palpitar la tela. La falda por debajo de la rodilla sólo permitía adivinar sus curvas. Piernas delicadas, morenas, brillantes y aparentemente suaves que terminaban en unos zapatos de tacón amplio. Puede que no fuesen los más adecuados para aquel vestido, pero ella hacía que fuesen únicos.
El taconeo de sus pasos, cada vez más cercano, hizo que mis rodillas temblasen notando su proximidad. No podía apartar los ojos de su cuerpo.
Ella buscaba mi mirada que andaba perdida en los pliegues de su ropa. Ya se agotaba el último instante, un poco avergonzado y aturdido levanté la vista. Sonreía aún más, segura y sabedora de que mi mirada abrazaba su cuerpo. Se acercó y con un:
Se rió con la ocurrencia. Yo no entendí la gracia, pero estaba tan hermosa, que perdoné su torpeza.
La tarde fue la que cualquier futuro amante desea.
Paseamos y reímos. Puede que en algún momento nos cogiésemos de la mano, ambas temblorosas, dubitativas, aunque deseosas de entrelazarse. No hubo cine. Ni momentos de silencio. No hubo alcohol, ni miradas lascivas. Sólo sus dientes relucientes que me mostraban su sonrisa y en la que se veía reflejado el hombre más dichoso de la tierra.
Y se acabó la tarde. Las horas habían desaparecido, cada segundo se perdió escondido en sus palabras y las mías.
Seguimos el camino hasta la puerta de su casa. Se detuvo a escasos metros de la entrada. No podía apartar mi mirada de la suya, atractiva e inocente.
Mi cabeza estaba acelerada, deseaba amarla, poseerla y hacerla mía, pero sólo le sonreía. Me rodeó con ambos brazos y enlazándose a mi cuello me atrajo con fuerza. Entornó los ojos castaños y comunes, y me besó. Sus labios apretados e inmaculados me rozaron un segundo, luego se separó de mí y girando sobre sí misma desapareció en el vestíbulo. Cerré los ojos con fuerza e impotencia. ¡ Que pensaba! Que me acostaría con ella la primera noche…. Puede que otros hubiesen respirado sobre su piel, pero ella me esperaba a mí.
Me había envenenado, envenenado.
4.- Al día siguiente no comimos juntos, pero tomamos café. Quiso llevarme a la cafetería que frecuentaba en horas de trabajo. Abarrotada de gente y de humo, nos sentamos en el centro de la misma, donde me sentía observado y fuera de lugar. Las sillas eran incomodas, diseños que pretenden ser elegantes, pero no lo son. Ella se acomodó en la que se situaba en frente mío y con un gesto que delataba familiaridad, hizo que nos trajesen dos cafés.
Hablaba y hablaba, sobre todo de su trabajo, algo relacionado con la publicidad. Un trabajo que nunca llegué a entender, quién compra espacios para la publicidad, quién compra espacio en una revista. Un trabajo de responsabilidad, que la hacía relacionarse con gente, con hombres. Sonreía sin parar. Explicando anécdotas de este y del otro. Me carcomía cada nombre masculino que sus labios acariciaban, pero ella no notaba mi rostro cada vez más frío.
El café se acabó, y casi no me había dejado articular palabra, no le importaba mi vida, no quería escuchar mi rutina, aburrida y manchada de tinta.
Me besó, otra vez en la mejilla, mientras notaba la mirada de sus compañeros de trabajo que me escudriñaban de arriba abajo. Pensarían que era uno más, que sería uno de tantos. No me conocían, yo no la dejaría escapar, ella ya me pertenecía. Pero me miraban y dejaban escapar la burla por las comisuras de los labios.
¿Por qué me besaba en la mejilla? Anoche lo hizo en los labios. ¿No quería demostrarles que me amaba? Yo era poco, sin corbata, para ella y el resto de aquel bar, apreté las mandíbulas en los segundos en que se levantaba, se puso su abrigo y despareció entre las burlas de aquellos hombres bien afeitados y con manos limpias, que no mostraban trabajo ni oficio.
5.- En una de aquellas tardes ya del verano siguiente le expliqué que había tenido un sueño. Y su rostro se tornó atento, sosegado y preparado, como si algo diferente fuese a sucederle.
Y le conté:
“Anoche soñé que soñaba, acostado de lado, mi brazo derecho abrazaba la almohada, y soñé que soñaba”.
Jamás la había visto prestarme tanta atención, me hizo sentir importante.
“Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando, giré mi cuerpo para ver quién me tocaba y al entreabrir los ojos vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz, y mis labios querían pronunciar palabras pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.
Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en el vello de mi pecho”.
Mientras le explicaba, mientras contaba, su cara fue mostrando partes que no conocía y que me animaban a seguir mientras la conquistaba. Ya nunca me abandonaría.
“Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo a mi alcance, flotando tu rostro se unió al mío y noté tus labios húmedos y cálidos. No podía moverme, no querías, no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.
Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pez….”
Me interrumpió, y en ese momento sus manos me recogieron la cara entera y mientras su mirada se hacía trasparente me besó otra vez. Luego dijo.
Recogí lo justo, ni llené la maleta, y como un niño al que acaban de regalar la bolsa de caramelos más dulce. Me dirigí a su casa, ni siquiera fui en coche, quería recordar cada paso de aquella tarde, revolcarme en mi dicha y llegar exhausto sabiendo que mi mujer me esperaba en casa.
Hasta que el último día del tercer mes la seguí. Quería saber. Yo sólo quería saber. Nunca lo había hecho, pero falté por primera vez a mi jornada laboral. Y sin excusa, sin motivo, tan sólo no fui…
Anduve tras sus pasos. Ya antes de trabajar entró en un bar con otro hombre. En la puerta le besó, claro,.. en las mejillas. Aunque noté que le sonreía en exceso. Entraron los dos juntos y compartieron el café. Yo jamás tomaba café con ninguna mujer antes de entrar a trabajar, ni siquiera con mis compañeros, tiños de envidia, decían que yo era raro.
- ¿Qué te pasa?
- ¿Quién era ese con quien has tomado café? Le contesté, escupiendo minúsculas gotas de té.
- Un antiguo compañero de trabajo, ¿Me has estado siguiendo? Dijo, aumentando el tono de su voz con cada palabra.
No volví a seguirla aquella semana.
- No entiendo que cuando se acaba el trabajo, sigas teniendo que hablar con todo el mundo- le dije, dejando escapar sin querer un salivazo pequeño pero lleno de ansia y rabia.
- Mi trabajo a veces no me permite desconectar. Además no siempre es trabajo. Mis amigas me llaman para saber si ya te he dejado y andar ellas detrás tuyo- Me contestó medio susurrándome en la oreja.
Levanté la mano y la golpeé con la palma, haciendo que su rostro girase al tiempo que escupía sangre, con el mismo impulso volvía a cruzarle la cara con el revés de mi mano. Me arrepentí antes de golpearla, también después, pero es que ella no me entendía, no comprendía mi amor, mi manera de amarla.
Y creo que en más de 6 meses de convivencia, lo podía haber entendido.
Ya se lo había dicho, y o no lo quería entender, o yo no me explicaba con suficiente claridad.
Ya se lo había dicho, “no quiero que lleves el vestido con el que te conocí a la oficina”
Tampoco quería que enseñase las rodillas, y también me molestaba cuando desparramaba su felicidad con otros.
Yo estaba de pié con una taza de té y un cigarrillo. Mis dientes encrucijados rechinaron el odio a borbotones. Mis labios debían estar torcidos, y mi gesto más negro que nunca. Y mi mirada fría, helada. Y mi mente decía golpéala, y mis dedos anclados contra la palma de mi mano decían golpéala.
-¿Por qué me tienes miedo puta? No puta no, las putas cobran y tú sólo eres la zorra de otro, que se ríe de mi mientras te revuelcas con él.
Y lágrimas de hielo y sangre me resbalaron por ambas mejillas.
No recuerdo mucho más.
Notaba los labios y el cuerpo tenso hasta el dolor.
Estaba a horcajadas sobre su vientre, y sus manos apretaban mis muñecas con una fuerza que no había conocido antes.
No le hablaba, ya no me quedaban palabras, y mis dedos atenazaban su cuello, mientras su mirada incrédula se apagaba.
Como el frío del parque en el que me encontraba. El frío que me atenazaba la cabeza y no me dejaba encontrar las respuestas a ninguna de las preguntas, sólo notaba el frío en mi cara y en mis manos azuladas.